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Sobre la construcción de un discurso escénico propio
Especial para Prosopon
© 2016 Prósopon para Analecta Literaria



Me acerqué por primera vez al teatro cuando tenía 15 años, y si bien hasta hace poco tiempo mi vínculo con él fue exclusivamente a través de la actuación, siempre tuve una fuerte necesidad por crear un discurso propio, por abordar materiales que surgían de improvisaciones o ideas previas y no solo de textos de autores específicos. Así fue que en todas las obras en las que actué hubo una importante presencia de la “dramaturgia del actor”. Hace dos años, después de encarar un taller de escritura y otro de dramaturgia monté mi primer obra que se llamó “Fuegos” y me encontré de repente dirigiendo mi propio texto, convocando a actores e incluso reemplazando a uno de ellos más adelante. La experiencia me resultó muy gratificante y me generó un profundo goce que jamás había experimentado como actor. Actuando se expone el cuerpo y escribiendo se expone la mente, el mundo íntimo y más oculto del autor con sus placeres, angustias, obsesiones y fobias queda expuesto por medio del artificio y a pesar de no mostrarse uno sobre el escenario igualmente es desnudado a través del cuerpo de los actores que le dan carne a esos personajes y esa historia que se gestó en nuestra imaginación y que de algún modo interpela al público pero también a uno mismo como creador, en una suerte de espejo que nos devuelve una imagen algo distorsionada pero indisoluble de nuestra propia identidad. Esa particular vulnerabilidad ante la mirada ajena y la crítica es consecuente con el hecho de poner en escena lo más personal de cada uno, nuestras convicciones, creencias, estética, discurso, lenguaje e ideología. Poder atravesar ese desafío es una aventura no exenta de crisis e incertidumbre pero es en definitiva un aprendizaje que se afianza al avanzar mientras uno busca su impronta personal, su forma, su individualidad para expresarse. Porque si bien al momento de actuar uno puede apelar a la técnica, al momento de escribir uno se encuentra más desamparado por más recursos y procedimientos a los que se pueda recurrir, y es que ya desde el vamos la escritura demanda soledad e introspección, a diferencia de la actuación en la que hay una contención que uno encuentra en el resto del elenco y en la dirección, pero la dramaturgia implica una mayor rigurosidad, una autoexigencia que nos obligue a trabajar sobre el material y tener no solo la voluntad y la capacidad de generarlo sino además de cuestionarlo, contrastarlo, desecharlo, retomarlo, editarlo, enriquecerlo, y por último y lo más difícil quizás, concluirlo. En las diferentes instancias que abarcan el proceso uno se ve constantemente obligado a tomar decisiones, y es esa extraña coexistencia entre la total libertad (creativa) y la (auto)imposición de darle cierto sentido narrativo a lo que se escribe lo que ejerce una suma de fuerzas que resulta en un determinado equilibrio que regula esos pesos y permite que la obra pueda surgir de entre el más puro delirio y la más estricta racionalidad. Y uno de los desafíos más grandes es poder dotar al texto de una potencial teatralidad porque de lo contrario su más absoluta ocurrencia o complejidad no sirven de nada si no es una pieza factible de ser representada.


Una escena de la obra «El lado B de la materia»

Silbante, rasante.
Como aquella del exitoso trasplante de corazón de un animal a una vulgar asesina.
Mujer ordinaria y flaca como una rodilla, sencilla como una tabla.
A la que se le arrancó esa mierda de víscera negra e infectada por la ira para ponerle una sana, roja y sangrante extraída de un oso polar.
 


Especial para Prósopon
Copyright © 2011 Analecta Literaria



En Ansia1 de Sarah Kane (1971-1999) la palabra es cuerpo, relación entre sensación y corporeidad. La experiencia del texto se organiza en la vocalización del poema. Sobre esa vocalización el espectador "lee" las condiciones del verso de lo que se construye como texto dramático, en torno a la composición del signo verbal: la palabra se introduce en el espacio escénico, puesto que lo narrativo se instaura en la recepción del espectador: frases, oraciones y, finalmente, la prosa estructurándose en aquella posible teatralidad: la emoción se nos hace palabra y, en consecuencia, sentido en el espacio escénico, el cual es liberado del rigor narrativo a modo de ofrecer, ante la mirada del espectador, una realidad escénica que éste, el espectador, edificará desde la racionalidad de esas emociones. La realidad del lenguaje se le hace signo, alteridad. Cada realidad, venida de su imaginación, será posible en la medida que el texto dramático se representa, pero esta representación no es más que el lugar que ocupan las emociones en este espectador. Así que el poema (en la forma del texto dramático) es la unidad de significación. El hecho, insisto, de que el texto dramático se exhiba en las condiciones del poema es porque los personajes se estructuran desde el lenguaje y sólo en él la realidad adquiere forma, nivel de expresión o sentido. La conexión de los parlamentos se organiza en esa lectura (primero la que elabora el actor y luego la que se representa en aquel espectador) y no en la manera ortodoxa en que reconocemos, ya convencionalmente, la escritura del texto teatral. De manera que la sintaxis del relato teatral se dispone abierta: cada espectador reconocerá su historia: aquella historia que se identifica con sus emociones propiamente. La alteridad queda en juego, en la dinámica de su sintaxis: letras-sílabas-palabras buscan el sonido necesario, el significado, el sentido y lo otro. Justo en ese lugar mínimo de significación que es la palabra la emoción (tanto en el actor como en el espectador) deviene, como decía, en hecho teatral,  en unidad significante. Sólo que aquí el signo se libera, aporta nuevas significaciones para, quizás, una nueva teatralidad y entonces el lector-espectador percibe la historia desde el lenguaje poético con el que Sarah Kane se arriesga. Se arriesga porque somete la lectura a una búsqueda de otros valores, somete a este lector al límite de sus emociones. La autora está consciente de los riesgos que ello representa. Poco le importa ser coherente con una historia que se apegue al rigor dramático. Son, en cambio, los límites de esas emociones quienes reproducen el lenguaje. Ruptura de género para crear la ambigüedad de esas posibles realidades que se verán incorporadas en la mente del espectador. Considero entonces que el texto (su estructura poética) encuentra su representación a un nivel de las emociones: el dolor, el amor, el odio, incluso, la paranoia. Y debo decir -como lo he sostenido en ensayos anteriores-que la palabra aquí es una emoción racionalizada. Es decir, la palabra se racionaliza en el espectador para construirse en hecho estético, bien sea en la lectura del espectador o en el "poema" (en tanto texto dramático). El ritmo de la palabra representado sucede de esa construcción poética del texto, a su vez, del nivel emotivo que está representada en escritura.
 Leonel Giacometto - Foto: Roxana Sella



Lo que se pierde, efímera gestión teatral. Performance producida por el grupo Manojo de callesi en Fuera de foco/Espacio de arte, Mendoza 2062, San Miguel de Tucumán, Argentina, el sábado 30 de julio de 2011 entre las 22 y las 24 horas. Actuaron: Jorge Alemán, Sandra Centeno, Eliseo Jantzon, Flora Illuminato, Guillermo Katz, Celeste Lafuente, Tita Montolfo, Sandra Pérez Luna, Ileana Ruiz, Regina Sáez e Iván Santos Vega. Dramaturgia y dirección: Leonel Giacometto.

Rafael Spregelburd Foto: Kirsten McTernan



Especial para Prósopon




Todas las obras que (William) Shakespeare escribió tienen cinco actos y, si no me equivoco (no me puse a examinarlas), el último que habla en cada escena termina haciéndolo con dos versos rimados. Por ejemplo, abro al azar, escenas uno, dos y tres de Hamlet, tercer acto: "so" y "go"; "shent" y "consent"; "below" y "go". ¡Qué lejos estamos de eso! En nuestra época no hay paz. "El que escribe una obra, al desarrollar su contenido, tiene que ir descubriendo una forma".

Arthur Miller intentó, en Todos eran mis hijos, de revitalizar el espacio que hay delante de la fachada de una casa, pensando en los griegos, que ubicaban la acción delante de un palacio. También lo hizo en Panorama desde el puente, donde igualmente trató de expresar en verso escenas apasionadas de los personajes, aunque en versiones posteriores de la obra eliminó este recurso. Tennesse Williams también sacó la acción afuera en Un tranvía llamado deseo, para romper el encierro de las obras realistas. Jean Paul Sartre en Las moscas y Jean Anouilh en Medea probaron decir lo que pensaban de su momento político usando los mitos griegos; como nuestro Sergio De Cecco, en El reñidero, que ubicó la tragedia de los Atridas en la provincia de Buenos Aires, en la década infame. Tom Stoppard, en Rosenkranz y Guilderstein no han muerto, toma de protagonistas a los dos "amigos" de Hamlet, los transforma en dos clowns, al estilo de los de (Samuel) Beckett en Esperando a Godot, y a partir de ellos cuenta Hamlet desde otro ángulo. Ya lo había hecho Heiner Muller, cambiando parlamentos de lugar; de manera que cuando Hamlet dice el monólogo que empieza con "Ser o no ser", un actor salido de otra escena lo va corrigiendo, tirándole parlamentos del personaje Hamlet, cuando dice cómo debe ser la actuación teatral.