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La mayoría de las veces, cuando se trata de interrogar la naturaleza del teatro, invariablemente se pone en juego el concepto de mímesis o imitación. Ya Aristóteles define la tragedia en su Poética como "imitación de una acción digna y completa". Es decir, que en última instancia, cuando se trata de indagar en la esencia del teatro aparece como evidente el uso de conceptos que refieren a la reproducción o copia, que implican al mismo tiempo una vinculación entre el teatro -cuya materia son acciones, personajes y situaciones- y la realidad -que proporcionaría tales acciones, personajes y situaciones. Esta visión, occidental, tiene su antecedentes más lejanos en Platón, quien considera que el artista en general debe ser impugnado pues no es sino una especie de falsificador que recurre permanentemente a los procedimientos imitativos.  Por esta razón, para Platón las obras de arte constituyen entes de una jerarquía ontológica degradada pues imitan objetos que a su vez no son sino copias imperfectas de ideas inmutables que se encuentran más allá de este mundo.

La visión del teatro como imitación no sólo se ha mantenido durante todos estos siglos sino que de algún modo se ha transformado en un postulado que se acepta de manera habitual, casi como un reflejo: inevitablemente vinculamos cualquier espectáculo con la realidad en la que estamos inmersos. Cuando asistimos al teatro de inmediato lo pensamos como vinculado al mundo, a las personas, a los lugares, a los objetos, a las pasiones de las cuales el teatro no sería sino una imitación, fiel o distorsionada, verdadera o falsa. El primer impulso consiste en establecer entre el teatro y la realidad una relación de la cual aquél extraería su fuerza y su sustancia. Aun cuando consideramos las obras que más alejadas están de nuestra experiencia cotidiana, la comparación se nos impone casi naturalmente: ¿qué tiene que ver lo que vimos con la realidad? ¿Cuál es la distancia que separa a ambas?