Mauricio Kartún | Dramaturgia y Narrativa: Algunas fronteras en el cielo

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Especial para Prósopon
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Vivo y trabajo desde hace treinta años en un territorio incierto e inefable: el del texto teatral. Un lugar cuyos límites comprimen y cuestionan desde siempre sus potencias vecinas: la narrativa y la actividad escénica. Cierta vuelta de algunas formas del teatro a la narración, a la rapsodia, han abierto algunas esperanzas de amnistía. No me hago demasiada ilusión. En su condena semántica todo confín confina. Y he quedado del lado de adentro de esta comarca mediterránea. Sin mar. La dramaturgia es la Bolivia del territorio literario. Por suerte nos queda de vez en cuando volar. O darse unas vueltitas cada tanto por el borde de esos campos de al lado a ver qué se roba. Y disfrutar -claro- como cualquier habitante de frontera de pararse en la línea del límite y soñar que no se está en ningún lado. Tal vez no haga falta ponerse en puntas de pie. En su estrafalario concepto, en su etimología paradójica, la voz Límite: en el latín "Limes" ("limus", atravesado): "sendero entre dos campos"  instala la existencia fantástica de un tercer espacio inter (y extra) fronteras. Un espacio público, ácrata e impropio en el sentido literal. Un callejón sin dueño entre dos propiedades. Es desde ese pasillo semiótico que buscan vagar estos comentarios. Reflexiones de un flaneur desde ese sendero apátrida que existe y que no existe. Mirando a veces para un lado, a veces para el otro o perdiendo la mirada en esa calzada metafísica. Ojo, nada trascendente. Al fin y al cabo se trata de arte. Nada demasiado serio.

La diáspora

Expulsados del territorio escénico por el poder del soporte performático, algunos autores desaparecieron en el desierto. Otros mutamos a director y en el serpenteo converso encontramos la manera de sobrevivir en él. Perseguidos desde siempre en el campo de las letras, los últimos Premios Nobel - Fo, Jelineck y Pinter- nos han extendido apenas un limitado y fugaz salvoconducto. Ha quedado lejos en el tiempo el visado shakespereano, aquel prestigio que alguna vez brilló sobre el género. Tras veintitrés siglos de monopolio en la tarea esta de contar una historia que entretanto se vea, el nacimiento del cine y luego la televisión pusieron en franca crisis su lenguaje. Creo en el fondo que nada le ha venido mejor al teatro: en su omnipotencia creativa, sentado sobre los laureles, no venía haciendo otra cosa que repetirse de manera algo idiota. Tal vez porque no tuvo más remedio o tal vez  porque el diablo sabe por viejo, dividió en la quiebra el territorio con inteligencia: se quedó con el mecanismo de condensación y la voluntad poética, le cedió al cine el relato, el "cuentito", y el plato con los restos que quedaban del viejo festín, unos pedazos fieros de costumbrismo,  se los dio a comer a la tevé que se los tragó golosa. Y le presto sus artistas -sus juguetes- a los nuevos hermanos para que jugaran con ellos. Actores, directores y dramaturgos recibimos el pasaporte múltiple. Ciudadanos de la Comunidad Audiovisual. Pero nada es gratis. Por esa triple nacionalidad los escritores pagamos su precio. Condenados por el cine al anónimo estado de guionistas, degradados por la tevé a la sufrida casta de dialoguistas, el antiguo territorio del poeta dramático se ha ido cerrando más cada vez. No la pasamos mal de todos modos aquí adentro: los países diminutos se permiten leyes y licencias que no todos. Recorro encerrado pero feliz los muros del sistema. Y en el placer inefable de todo caminante aprovecho las sombras cada tanto y les meo a los vecinos la pared.

Los territorios de la palabra


La frontera más popular. Allí la narrativa y la poesía construyendo desde su herramienta más poderosa: el lenguaje literario, la retórica. Aquí la dramaturgia. Ese chatarrero que hace fortuna con el desecho: la materia coloquial. Tal vez por eso el descrédito ¿cómo podría hacerse algo digno procesando lo indigno, lo vulgar, aquel sonido monótono que nos acompaña por la vida? El diálogo es residuo puro. Materia despreciable. En el instante mismo de ser proferido cambia su condición conducente por la de basura. Tal vez por eso, por su paso tan fugaz por lo útil, por lo profano, se vuelve en manos del poeta, en sus procedimientos, inmejorable materia sagrada.

Déjenme ponerme duchampiano: como cualquier ready made la materia coloquial exige un procedimiento de exposición que la vuelva arte. Es en el marco de la galería, las luces y el vernissagge que el orinal se vuelve creación. Donde puede ser visto tras el roto cristal de la costumbre al decir de Proust. La pieza teatral es el lugar en que los autores exponemos mingitorios. Vueltos hacia abajo, recortados, coloreados, la dramaturgia no hace en su procedimiento otra cosa que la que hace la poesía: una concentración de lenguaje. Solo que el nuestro no tiene valor hasta que la luz de la galería lo ilumina. Y agrega a esa extravagante economía de materia prima su virtud más preciosa y menos vislumbrada: la riqueza melódica, conceptual y rítmica de su estructura polifónica: la convivencia en una misma unidad textual de una variedad de voces que hacen de todo gran texto teatral además una secreta sinfonía. Aquello que el dramaturgo escucha y arma luego en su rara partitura. Eso que Schiller provocaba a los gritos: "La percepción se verifica en mí primeramente sin objeto claro y definido; este se forma más tarde. Un estado de alma musical le precede y engendra en mí la idea poética". solo se trata de disposición musical. La dramaturgia es oreja pura.

Los territorios de la cabeza

La novela cuenta acontecimientos desde una conciencia. La dramaturgia cuenta una conciencia desde los acontecimientos. Un mecanismo inverso y especular. Ciertamente vulgar si lo pensamos desde la acción cotidiana: acontecer es un acto que realizamos nos guste o no y en cambio tener conciencia es algo que practicamos más bien poco. Es raro y extranjero sin embargo si lo miramos desde el hacer de otras escrituras. Si la poesía y la narrativa son la diestra del acto literario, los dramaturgos somos los zurdos del aula. Los cerebros en espejo que al intentar hacer lo mismo hacen otra cosa con otra parte del cuerpo. Y sin metáfora alguna. Ya veremos. Nadie ha definido mejor que Nietzche esta insólita desviación : "Es poeta aquel que posee la facultad de ver sin cesar muchedumbres aéreas vivientes y agitadas a su alrededor; es dramaturgo el que siente además un impulso irresistible a metamorfosearse él mismo y a vivir y obrar por medio de esos otros cuerpos y esas almas... Verse a si mismo metamorfoseado ante si y obrar entonces como si realmente se viviese en otro cuerpo con otro carácter". Verse a sí mismo ante sí: la gran paradoja del autor teatral. Metamorfosearse y vivir por medio de otros cuerpos: su perversa pulsión travesti. El intrincado mecanismo de la creación dramatúrgica puede ser expresado en una acción de sencillez pasmosa: una improvisación imaginaria, en la que somos a la vez soñadores y soñados, percibida por todos los sentidos a través de un cuerpo ajeno y registrada en forma de palabra escrita. Así de simple y de complejo: un sistema creador en el que -parafraseando a Tristán Tzara- el pensamiento se hace en la boca.

Los estados unidos del soporte


Territorios ajenos y propios. Deslindes. Fronteras. La región misma de la actividad teatral es un rompecabezas de fragmentos encastrados. Como en cualquier geopolítica: es inútil hablar de estados si no se los identifica primero en un mapa. Aquí el atlas:

El estado de Representación. He ahí el fin último del acto teatral. Tomémoslo por cierto aunque veremos luego que siempre habrá un más allá. Representar. En su prefijo el término expresa la acción con elocuencia: re-presentar, presentar otra vez. Eso hacen los cómicos, vamos. ¿Pero presentar qué? ¿Cuál es ese presente (ese regalo encintado y con tarjeta) que se vuelve a exhibir aparatosamente cada vez? El texto teatral, claro. Sobre esa presencia trabajamos los dramaturgos. Ese es nuestro arte-facto y nuestra condena (aunque la materia prima sea otra como ya vimos) y es ese nuestro territorio más conocido. Presentar y representar. Tenemos hasta acá dos naciones y el mundo parece haberse acabado. Pero basta seguir en esta psicótica pesquisa de pre-fijos y ese área misma del  pre-sentar se divide también a su vez implicando antes a ese pre, y ahora a ese sentar que aparece de esta forma entonces al fin como origen, como caos inicial, como primitiva tierra sin dueño. La tercera nación. La del  Sentar: el acto virtual e imaginario -según el Diccionario de la Real Academia-, de "dar por supuesta o cierta alguna cosa" Y es eso, claro, lo que hacemos ante todo: dar algo por cierto, que por cierto no lo es. Y convencer a todo el resto de que sí. Y es en esa construcción original: la ficción, donde los territorios de la narrativa y la dramaturgia se funden, pierden límite político (al fin y al cabo un vulgar acuerdo de hombres) para instalar el territorio común, libertario, subversivo y gozoso del gran mecanismo creador: la mentira. De la farsa, la tramoya -si queremos llamarlo como lo hacemos de este lado del confín-,  del cuento, la fábula, si queremos nombrarla en el lenguaje del otro. El mito. La mentira: la única forma sagrada, al fin y al cabo, que puede alcanzar la verdad. Farsantes, tramoyistas, cuenteros, noveleros, fabuladores: la mentira es el origen de sangres que junta a las dos hordas. Que las apasiona en un furor común, esta compulsión genética de embaucadores: colonizar a cualquier precio el cuarto y último territorio: el definitivo -nuestro asalto al cielo-: el soporte final:  la cabeza de la víctima. Del ingenuo (espectador o lector según sea el esfínter que guste ofrecer a la violación). Ese que entrega candoroso su comarca -su cuerpo- a la horda okupa. Así es: dramaturgos, narradores: el soporte último de la manufactura, del gatuperio, es el mismo: la cabeza del otro. Su imaginario extorsionado por el poder de la emoción, confundido por lo categórico de los conceptos o mareado por la hipnosis de la identificación. Cuál es la diferencia entonces: apenas operativa: cómo entra, cuál es su caballo de Troya: si un sistema de signos cerrado y preciso (la palabra escrita) o uno abierto, incierto, encarnado y desmultiplicado en el complejo discurso del cuerpo y el espacio, el teatro. En todo caso: siempre se trata de hablar. Siempre habrá una voz. Personificada habitualmente -en los caracteres del teatro o en la primera persona o las escenas de la narrativa-, o más descarnada (si tal cosa fuera posible en el imaginario) en la tercera persona del relato o en el narrador de muchas obras teatrales. O sea: lo mismo: un sistema que para embaucar se vale del personaje (y hago aquí fanfarrón los créditos correspondientes que honran a la casa: Personaje, de Personare: la máscara con bocina con que vociferaban los caracteres de la tragedia griega).  Cómo y en qué entramos a esa otra región a colonizar. He ahí la verdadera diferencia. Y cómo impone una vez adentro cada uno su discurso de poder. En un ejercicio de cinismo básico todo creador sabe que cualquier obra creada  muestra sus méritos en un mecanismo doble: sus virtudes estéticas y poéticas por un lado y su capacidad comunicadora por el otro: su condición de entretener, de tener entre al receptor y sostenerlo contra la superficie comunicante en contacto franco, gozoso y extendido. Y en eso cualquier literato -narrador o poeta- nos lleva a los dramaturgos una ventaja inefable: el libro puede ser dejado y retomado y vuelto a dejar y retomar según las fuerzas de la víctima y su deseo perverso de ser engañado se lo reclamen. En el teatro el duelo es a matar o morir: no sólo es inmensamente más difícil mentir mirando a alguien a los ojos; es un esfuerzo más tremendo aun el de conseguir que el espectador esté ahí durante todo el tiempo que la mentira requiera. Dramaturgia: de drama: gente en acción. Tal vez se pueda al fin entender desde allí el porqué del mecanismo este inseparable de lo teatral, del conflicto: la única manera en realidad de inmovilizarlo durante el tiempo que el soporte necesita para desarrollar completa su mentira. Como la avispa que mantiene viva y narcotizada a la araña mientras sus huevos crecen protegidos en el interior de la cautiva, la progresión hace al espectador víctima de su propia debilidad: la expectativa. Y es allí embotado que lo inyecta de sentido con el verdadero y más oculto fluido constructor del texto teatral. La verdadera carne de su corpus. Eso de lo que Aristóteles no habló: la digresión:  La jeringa que insemina a la bestia -el público- con el pasado y la extraescena que aludidos de manera velada crecen en la cabeza de ese receptor consiguiendo el milagro: que cualquier buena obra teatral asistida por un imaginario lo suficientemente desbocado se transforme en esa cabeza tomada en una novela. No es al fin y al cabo una obra teatral otra cosa: el lugar de confluencia y condensación de las imágenes de una novela a la que un recorte -su discurso- refiere siempre metonímicamente.  La parte visible de un iceberg -por tomar la vieja metáfora- que mantiene presente en nuestra imaginación aunque ausente en nuestros ojos a esa otra parte sumergida que nos va creciendo adentro, alimentándose de nuestras propias imágenes y volviéndose la verdadera materia de la recepción. Texto teatral o novela. Las fronteras al fin y al cabo se borran cuando llega cada una al territorio en disputa. El cráneo de la víctima. Su mollera. El cielo de los creadores de ficción. El único lugar al fin y al cabo donde la trascendencia se materializa. Y allí arriba -como suele decirse- somos todos iguales.

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2 comentarios:

  1. Gracias Mauricio! Un placer darte mi esfinter. Voy a aprovechar el gran momento de inspiración, alimentando el inconciente, dandole uso conciente

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  2. No conocía este texto, Mauricio, y lo voy a colgar también en mi muro. Alguien pasará acaso por allí y puede que se detenga curioso y experimente este mismo regocijo mío ante la geografía que describís y sus engañosos límites, siempre expandiéndose, siempre mintiendo que el horizonte está allá para que hagamos el intento de llegar y comprobar que no. ¡Gracias, Kartun, por empujarnos a andar!

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